Reseñas de libros

El coronel no tiene quien le escriba lee la dignidad como una política de la espera

Reseña de El coronel no tiene quien le escriba

Un coronel sin nombre plancha, con cuidado obstinado, el único traje que le queda presentable y camina hasta el muelle de un pueblo húmedo donde los viernes traen cartas que nunca llegan. Desde esa escena mínima, la novela de Gabriel García Márquez compone una ética: en el libro El coronel no tiene quien le escriba la espera no es pasividad, es una forma de acción que administra el hambre, la vergüenza y el futuro. Escrita a fines de los cincuenta, apareció completa en la revista Mito en 1958 y tuvo edición independiente en 1961, un trayecto que ya vocaliza la paciencia terca que la obra narra.


Índice


Una trama mínima que arma una ética

El coronel vive de ventas domésticas y favores contados, empuja cada día con la convicción de que algún papel oficial reparará una deuda histórica. La esposa, lúcida y enferma, administra la escasez y señala el borde donde el orgullo empieza a costar caro. La sinopsis parece sencilla, casi una estampita. Un resumen de El coronel no tiene quien le escriba diría que la novela trata de una pensión que no llega y de un gallo que puede salvarlos. Pero ese atajo pierde de vista cómo el texto trabaja con lo ínfimo para cargarlo de consecuencias morales y políticas.

La elección de narrar con economía extrema, escenas breves, diálogos que dejan huecos y objetos contados, no es solo estilo; es una decisión de sentido. La novela ensaya una política de la dignidad: sostener el gallo, dividir el último pan con precisión milimétrica, caminar al correo cada semana son actos que, sumados, organizan una ética. Se lee una obstinación práctica, no romántica: un modo de decir que el futuro también se construye con pequeños gestos que se niegan a venderlo todo. Ese pulso sobrio dialoga, dentro de la obra de García Márquez, con La hojarasca, otra pieza breve que confía en la elipsis y en los gestos para cargar de sentido lo íntimo.

Personajes de El coronel no tiene quien le escriba: gestos y silencios

García Márquez suprime nombres propios y deja que los personajes se definan por sus movimientos. El coronel no alza la voz, levanta la cara. La esposa no sermonea, calcula, cose, inventaría. El médico del pueblo, el cura, los vecinos y los acreedores dibujan un mapa social donde la caridad convive con la deuda y cada ayuda tiene letra chica.

Ese recorte formal produce dos efectos. Primero, universaliza: sin nombres que encuadren, las figuras encarnan posiciones (el que resiste, la que sostiene, el que aconseja prudencia, el que mide favores) reconocibles en cualquier geografía atravesada por la precariedad. Segundo, obliga a leer entre líneas: los silencios cuentan tanto como los parlamentos. El coronel se vuelve memorable por lo que hace y por lo que calla, no por una psicología explicada.

El gallo como bien común y economía de la esperanza

El gallo, recuerdo del hijo muerto, cambia de estatuto a medida que avanza la novela. Al comienzo es un resto afectivo que ocupa espacio y come; pronto se convierte en un bien colectivo que organiza el tiempo del barrio, habilita créditos morales y postergaciones de pago, y promete un reparto futuro si gana en enero. En torno a ese animal se arma una economía simbólica que no se reduce al dinero.

La decisión de no venderlo opera como un acto fundacional. Hay cosas que no entran en remate aunque la heladera esté vacía. Ese límite, que parece irracional frente a la necesidad, construye comunidad. El coronel negocia comida por esperanza, presente por futuro, urgencia por una promesa común. La novela muestra el riesgo de esa apuesta, la espera también duele, y a la vez su potencia para enlazar a los vivos en un pacto que los trasciende.

Tiempo circular, control y el rumor de la censura

El tiempo de la narración es circular y ritual: viernes de correo, caminatas que se repiten, ferias sin novedad. Esa rueda fija el clima emocional del libro y hace de cada detalle un evento. En paralelo, el pueblo parece respirarse bajo vigilancia. Hay toques de queda implícitos, periódicos mutilados, consejos de prudencia que llegan desde el púlpito y el consultorio. Sin proclamarlo, la novela deja oír la posguerra colombiana y la estela de La Violencia: el terror estatal como atmósfera que no se nombra pero ordena los cuerpos.

Ese telón de fondo amplifica la apuesta del coronel. Esperar una carta no es solo esperar plata, es sostener un principio de reparación en una época que naturaliza la demora, el extravío y el olvido. En ese sentido, la novela lee la burocracia como una violencia fría que posterga a los vivos con el mismo fervor con que borra a sus muertos. Ese rigor de la sobriedad narrativa respira cerca de Rulfo en su sequedad moral y de Onetti en la manera en que la ciudad regula destinos sin decirlo.

Del libro a la pantalla: Ripstein filma la espera

En 1999, Arturo Ripstein estrena su versión como coproducción de México, España y Francia, con guion de Paz Alicia Garciadiego, fotografía de Guillermo Granillo, música de David Mansfield y montaje de Fernando Pardo. El centro dramático descansa en Fernando Luján y Marisa Paredes, con Salma Hayek y Rafael Inclán ampliando el tejido social; el rodaje en Veracruz instala ocres húmedos, fachadas exfoliadas y un muelle que dicta el rito de los viernes. Más que enumerar créditos, estos datos ordenan la mirada: el film decide atmósfera, duración y espacio público como su gramática. El diálogo con Gabo en cine no empieza aquí. Décadas antes, Ripstein filmó Tiempo de morir, con guion de García Márquez y Carlos Fuentes, parábola de honor y espera que afina esta adaptación.

La adaptación elige fidelidad de clima por sobre literalidad de escenas. Donde el libro abre y cierra puertas con elipsis domésticas, la película abre la calle. Ese movimiento vuelve visible lo que la novela sugería: el gallo se convierte en emblema a cielo abierto, convoca miradas, administra la esperanza de un barrio que calcula el reparto futuro. En el eje del tiempo, el texto trabaja con repeticiones discretas, viernes que vuelven; Ripstein estira esa circularidad con planos sostenidos y transiciones que hacen de la espera una experiencia física. Y en el eje del poder, la novela trama censura y vigilancia como rumor; el film encarna esa red en cuerpos y ventanillas, curas que miden la caridad, funcionarios que postergan, colas que extinguen la paciencia.

El corazón ético permanece idéntico en ambos soportesy consiste en no vender el gallo como acto que fija un límite a la necesidad. La diferencia es de exposición. En el libro, ese pacto se negocia a media voz, en la cocina y en los silencios de la pareja; en pantalla, se vuelve gesto público, observado, juzgado, sostenido frente a la comunidad. Ripstein no traiciona la respiración del texto, la hace visible. Y en esa visibilidad se intensifica la pregunta que Gabriel García Márquez formula sin proclamas.

No importa si la carta llega. Importa lo que se hace con aquello que no llega y, aun así, organiza la vida. En esa insistencia, El coronel no tiene quien le escriba vuelve una y otra vez sobre el precio de sostener un principio cuando todo invita a venderlo.


Mepol (Martín Enrique Pelozo)
Mepol

Responsable de Universo Literario. Dibujante ilustrador y analista SEO argentino.

Amante del género fantástico y la ciencia ficción en sus distintas representaciones: cine, literatura, arte, entre otros. Soy el responsable de este proyecto. Tanto de su diseño, como de evaluar el contenido que se publica. He compartido diversos artículos en la web, como biografías y algunas reseñas; pero mi principal proyecto es la sección Inksword, donde comparto una mirada personal sobre la historia del arte de ilustrar y su relación con la literatura y otras artes.