Ensayos

De la eternidad al deseo: Rice, Yuszczuk y el vampiro mutante

De la eternidad al deseo: Rice, Yuszczuk y el vampiro mutante

El vampiro nunca muere. O, mejor dicho, muere de muchas formas, pero siempre vuelve con otra piel. Atraviesa siglos, geografías, géneros literarios y tonos políticos. Cambia sus dientes, su acento, su entorno, pero insiste. No por moda, sino porque el vampiro siempre nos está contando algo sobre nosotros: nuestros miedos, nuestros deseos, nuestras formas de habitar el cuerpo y la otredad.

En este ensayo, exploramos el contraste entre dos autores que, separadas por décadas, idiomas y contextos, reformularon esa figura desde lugares radicalmente distintos: Anne Rice, con sus vampiros eternos, ambiguos y románticos; y Marina Yuszczuk, con una criatura atravesada por el deseo, la muerte y el cuerpo materno. Entre ambas, se dibuja una mutación simbólica que va más allá del gótico: una transformación en la forma de pensar el poder, el dolor y el lenguaje.


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De Drácula a Rice: la intimidad del monstruo

Mucho antes de que la sensibilidad gótica de Anne Rice le diera voz al monstruo, el Conde Drácula había instalado la figura del vampiro como amenaza exterior. En la novela de Stoker, ese Otro era extranjero, sexualizado, contagioso, racializado. Se infiltraba en la Inglaterra victoriana como un síntoma de sus temores coloniales y sexuales. Drácula no hablaba: era una criatura a ser derrotada.

Con Rice, el vampiro deja de ser enemigo y se vuelve narrador. No necesita castillos ni sombras para generar inquietud. Basta con que cuente su historia. En su mundo, la condena no está en morder, sino en vivir para siempre con el recuerdo. El vampiro, ahora, tiene deseo. Y el deseo ya no es amenaza, sino tragedia.


Anne Rice y la eternidad del deseo

El universo de Anne Rice está atravesado por la tensión entre quienes quieren que el vampirismo permanezca oculto, como una enfermedad antigua que se hereda, y quienes lo viven como un despertar. Lestat, en ese sistema, es disidente. Lo que para otros vampiros es condena, para él es potencia. Seduce, desafía, se expone. Su vitalismo contrasta con el luto solemne de aquellos que se encierran en rituales y jerarquías. Esa fricción entre lo gozoso y lo oculto, entre la tradición y el impulso, es uno de los núcleos que articula su literatura.

Esa tensión recorre buena parte de su saga vampírica. En Entrevista con el vampiro (1976), Rice presenta un mundo narrado desde la culpa: Louis, su protagonista, arrastra la tristeza de quien no pidió ser transformado. En Lestat el vampiro (1985), ese mundo se invierte: el deseo ya no es condena, sino impulso vital. Lestat no se arrepiente, se expande. Y en La reina de los condenados (1988), esa pulsión despierta a Akasha, la vampira original, que encuentra en él no solo placer, sino propósito. Allí se radicaliza la oposición: los antiguos, como Armand o Marius, defienden el silencio; Lestat, en cambio, quiere espectáculo, música, caos.

Lo que Rice logra no es solo dar voz al monstruo, sino desarmar la figura del mal moral. Sus vampiros son ambiguos, frágiles, hipersensibles. Y sobre todo, deseantes. No buscan redención, sino comprensión. En ese punto, el vampiro deja de ser amenaza externa y se convierte en espejo: de la culpa, de la pasión, de la soledad eterna.

También es un giro queer. Rice no necesitó definir orientaciones sexuales; bastó con hacer que el placer, la sangre, el vínculo y el dolor existieran en zonas no categorizables. Ese desplazamiento del monstruo desde el castillo hasta el cuerpo y la conciencia fue revolucionario. Pero tenía un sistema. Había un linaje, una historia, una comunidad de vampiros con sus propios códigos. Incluso en su rebeldía, Lestat tiene con quién discutir.


La sed: un vampirismo encarnado y argentino

En La sed, no hay castillos ni aquelarres. Tampoco hay jerarquías vampíricas, ni reglas de convivencia entre inmortales. La criatura de Marina Yuszczuk no forma parte de una genealogía, no rinde cuentas ante nadie. Vive sola, se alimenta sola, sangra sola. Su diferencia no está en el poder, sino en la experiencia.

Lo monstruoso en La sed no se explica, no se encuadra en mitologías. La autora misma ha dicho que le interesaba que el vampirismo no tuviera justificación ni origen. Que fuera una forma de existencia opaca, presente, como una condición corporal más. Y eso cambia todo. No hay condena ni deseo de trascendencia. Solo sed, pulsión, tiempo denso.

En el mundo de la novela, esa criatura no habita un margen espectacular. Habita casas bajas, hospitales, departamentos con cortinas cerradas. Aparece en contextos reconocibles. La geografía es argentina, pero no como decorado: es parte constitutiva de esa subjetividad desplazada. Hay una domesticidad enrarecida que produce extrañeza, incluso sin escenas de violencia.

A diferencia de Rice, donde los vampiros se definen por su conflicto con los otros, acá el conflicto es interno. La protagonista no milita su diferencia ni se pregunta por ella. La vive como un desajuste. Su presencia no reclama lugar. Pero tampoco se oculta. Flota.

El vampiro como figura mutante

El recorrido que va de Rice a Yuszczuk no es solo una diferencia de escenarios o estilos. Es una transformación en la forma de concebir al vampiro. En el siglo XX, la criatura inmortal funcionaba como espejo del yo atormentado, romántico, filosófico. En el XXI, muta: se vuelve cuerpo político, síntoma de un malestar social, residuo de un deseo que no encuentra cauce.

El vampiro ya no es metáfora de lo reprimido, sino de lo visible y no procesado. Ya no se esconde en castillos ni habla en voz baja: habita hospitales, departamentos suburbanos, habitaciones sin ventanas. En lugar de contemplar la eternidad como condena abstracta, se sumerge en lo físico, lo urgente, lo terrenal. En este nuevo registro, el monstruo no es otro. Es parte de nosotres.

Y no solo cambió su estética o su género. Cambió su función narrativa. El vampiro ya no ordena la historia. La descompone. Ya no es amenaza ni salvación. Es presencia.


Lo que el vampiro todavía nos dice

Hay una mutación profunda entre los vampiros de Rice y los de Yuszczuk. No solo porque uno habla y la otra calla. No solo porque uno forma parte de un linaje y la otra es anomalía. Lo que cambió es la forma en que pensamos lo monstruoso.

En Rice, el vampiro tiene cultura, historia, moral. Puede reflexionar, amar, pelear por su existencia. En Yuszczuk, el vampiro es cuerpo, es impulso, es resistencia muda. No representa nada cerrado. Solo evidencia algo que no encaja, pero tampoco desaparece.

Ese desplazamiento es significativo. El vampiro dejó de ser figura de lo oculto para convertirse en síntoma visible. Ya no necesita mitología, ni comunidad. Solo aparecer. Y cuando lo hace, interrumpe. No para seducir, sino para incomodar. No para contar su historia, sino para dejar la nuestra en suspenso.

Y quizá por eso todavía nos sigue hablando, incluso sin decir nada.


Mepol (Martín Enrique Pelozo)
Mepol

Responsable de Universo Literario. Dibujante ilustrador y analista SEO argentino.

Amante del género fantástico y la ciencia ficción en sus distintas representaciones: cine, literatura, arte, entre otros. Soy el responsable de este proyecto. Tanto de su diseño, como de evaluar el contenido que se publica. He compartido diversos artículos en la web, como biografías y algunas reseñas; pero mi principal proyecto es la sección Inksword, donde comparto una mirada personal sobre la historia del arte de ilustrar y su relación con la literatura y otras artes.