Reseñas de libros

El cuento de la criada y el cuerpo como territorio político

El cuento de la criada y el cuerpo como territorio político

No hay silencio sin antes una voz. En El cuento de la criada, Margaret Atwood no imagina un futuro, sino una reorganización violenta del presente. Todo lo que Gilead impone (sus jerarquías, sus rituales, sus castigos), está compuesto con materiales reconocibles. Pero el efecto más inquietante no es esa familiaridad, es que una vez que el lenguaje y el cuerpo han sido capturados por el sistema, recordar quién se era deja de ser posible. O deja de tener sentido.


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El momento en que lo personal dejó de ser privado

Cuando Margaret Atwood comenzó a escribir El cuento de la criada, lo que sucedía fuera del libro ya estaba tensando sus páginas. El feminismo que había marcado los años setenta se enfrentaba, en Estados Unidos, a una regresión estructural: el discurso conservador avanzaba sobre derechos adquiridos, el aborto volvía a ser puesto en duda, el mandato de la maternidad regresaba a los medios como una solución moral al desorden contemporáneo. Reagan no necesitó inventar un régimen totalitario. Le bastó con promover una idea de familia, de nación, de Dios.

Atwood no escribió una distopía tecnológica ni fantástica. Gilead no tiene máquinas del tiempo ni pantallas que registran pensamientos. Su fuerza está en cómo reorganiza lo ya existente: las citas bíblicas, los uniformes, los nombres funcionales, las vigilancias mutuas. Todo eso aparece como si siempre hubiese estado ahí, esperando ser ordenado.

La administración de los cuerpos como forma de gobierno

En Gilead, la fertilidad es un recurso estratégico. Las mujeres fértiles son clasificadas como Criadas y asignadas a parejas estériles de alto rango. Su función es concebir. Su cuerpo es administrado, cronometrado, entrenado para responder a los ciclos biológicos con eficiencia militar. La escena ritual de la concepción —con el cuerpo de la Criada entre las piernas de la Esposa— condensa el corazón simbólico del sistema: tres mujeres para un solo gesto, ninguna con poder real.

No hay erotismo, no hay consentimiento, no hay deseo, hay procedimiento. Y ese procedimiento no se impone por la fuerza física, sino por la naturalización de la función. Ser útil es una forma de ser admitida en la estructura. Fuera de ese uso, la existencia pierde sentido. Esa lógica de instrumentalización también atraviesa otras ficciones distópicas, como 1984 de George Orwell, donde el cuerpo y la subjetividad quedan subordinados a una verdad estatal.

Un sistema que también regula el lenguaje

Uno de los aspectos más sutiles (y a la vez más violentos) de Gilead es la transformación del lenguaje. Las Criadas deben saludar con frases rituales, pronunciar palabras que las ubican en el mundo como si fueran parte de un guion ceremonial: “Bendito sea el fruto”, “Bajo su ojo”. Los saludos, despedidas y comentarios están codificados.

Atwood no exagera. Toma los lenguajes litúrgicos, los discursos eclesiásticos, los protocolos de las instituciones disciplinarias, y los pliega sobre la vida cotidiana. En Gilead no se prohíbe pensar, se impide nombrar. Y cuando las palabras ya no designan lo que una vive, recordar se vuelve un riesgo.

En este contexto, la lectura y la escritura están prohibidas para las mujeres. No hay libros, no hay diarios, no hay registros íntimos. En ese vacío, lo que no se puede decir desaparece más rápido.

Maternidades obligadas, vínculos rotos

La maternidad, en este mundo, ya no es deseo ni proyecto, es obligación. Las Criadas son valoradas solo en tanto capacidad reproductiva. No pueden criar a sus hijos, no pueden nombrarlos, no pueden generar apego. Son gestoras de vidas ajenas. Y ese despojo no se enuncia como castigo, sino como estructura.

Las Esposas no pueden concebir. Las Marthas no pueden maternar. Las Tías instruyen sobre cómo aceptar el dolor. Todas están involucradas en la producción de una maternidad funcional al régimen, pero ninguna vive una experiencia materna autónoma. Lo que se gestiona no es la vida: es la reproducción del orden.

Ese modelo recuerda prácticas reales: los robos de bebés durante las dictaduras, las políticas antiaborto que criminalizan a quienes gestan, las estrategias de adopción forzada en contextos de pobreza. Atwood no describe el pasado. Lo ordena en un presente ficcional que repite estructuras.

La vigilancia de lo afectivo

La sexualidad fuera del mandato está prohibida, pero también lo están los lazos afectivos. La amistad, la confianza, el cuidado entre mujeres son vistas como desvío. Por eso Gilead produce aislamiento emocional. Lo que amenaza al sistema no es solo el acto sexual, sino cualquier gesto que no responda a su lógica.

Las Tías, con su tono pedagógico, funcionan como agentes de adoctrinamiento afectivo. No gritan, no golpean. Explican. Justifican. Organizan el dolor como si fuera virtud. En esa escena, la culpa reemplaza al castigo.

Cuando Offred establece vínculos (con Nick, con Ofglen, con la Esposa) esos gestos se dan siempre al borde del castigo. Pero también marcan zonas de fuga. No hay rebelión, pero hay riesgo. Y ese riesgo no se expresa como política, sino como roce humano.

Fragmentar para poder narrar

Offred no cuenta una historia. Recupera fragmentos. No sabe si hay alguien escuchando. No sabe si habrá un después. Esa forma de narrar, que parece caótica, es la única posible cuando el lenguaje ha sido capturado. No hay orden narrativo porque no hay subjetividad estable. Pero aun así, narra. Este tipo de estructura narrativa, quebrada y sin linealidad, también fue abordada en Transitando la escritura de una distopía, donde se reflexiona sobre cómo las distopías contemporáneas abandonan el orden clásico del relato para dar paso a voces fracturadas, conscientes de su propia vulnerabilidad.

La novela, lejos de organizar los hechos, los dispersa. El lector avanza como quien junta piezas sin saber si falta una o si sobran. Esa estructura no es sólo un recurso estilístico. Es el efecto de una voz quebrada por el régimen. El texto no denuncia: registra. No ilumina: murmura.

Este gesto, además, encontró un eco narrativo en la adaptación televisiva homónima creada por Bruce Miller. Protagonizada por Elisabeth Moss, la serie retomó los fragmentos de Offred y los reorganizó, extendiendo el universo de la novela hacia nuevas temporalidades. Lo interesante es que, al igual que la novela, la serie no propone una resolución, sino que mantiene abiertas las zonas de incertidumbre, explorando con más profundidad algunos personajes secundarios y dando nuevas capas a la figura de Offred.

La historia que traspasó la pantalla

Estrenada en 2017 por Hulu, The Handmaid’s Tale fue creada por Bruce Miller y protagonizada por Elisabeth Moss, quien además se desempeñó como productora ejecutiva. La serie, que lleva ya cinco temporadas y se encamina hacia su cierre, no solo adaptó la novela sino que la expandió.

La visualidad del relato (con los trajes rojos, los planos cerrados, la estética ritual) se convirtió rápidamente en una marca reconocible. El uso del color, los silencios prolongados, la música tensa, convirtieron a Gilead en una presencia que excede el guion.

La serie fue multipremiada y generó nuevos debates en torno a derechos reproductivos, vigilancia estatal y fundamentalismo religioso. Aunque algunas temporadas fueron criticadas por forzar conflictos o estirar tramas, su impacto cultural sigue siendo fuerte. No solo reactualiza el texto original, sino que lo pone a dialogar con audiencias más jóvenes, en contextos donde las preguntas por el cuerpo, el poder y el deseo siguen abiertas.

El símbolo y su apropiación social

La figura de la Criada traspasó el plano literario para convertirse en una imagen política global. A partir del éxito de la serie producida por Hulu (2017), comenzaron a multiplicarse las protestas en las que mujeres vestidas con túnicas rojas y cofias blancas tomaban el espacio público para denunciar el retroceso en derechos reproductivos.

Una de las primeras apariciones fue en Texas, en 2017, durante audiencias legislativas sobre restricciones al aborto. Luego se replicó en países como Argentina, Polonia, Irlanda, Croacia y España. En 2018, un grupo de mujeres protestó frente al Congreso argentino durante el debate sobre la legalización del aborto, replicando ese mismo atuendo. También se usó en México, Brasil y Chile para visibilizar violencias institucionales y resistencias feministas.

Estas acciones performáticas no surgieron de una campaña organizada, sino de una apropiación colectiva. El traje funcionó como lenguaje visual de protesta: silencioso, pero imposible de ignorar. Su impacto fue tal que en algunos parlamentos se intentó prohibir su uso durante sesiones legislativas, como ocurrió en Ohio.

Para Atwood, el fenómeno no fue inesperado. En diversas entrevistas reconoció que escribió la novela como advertencia, y que el hecho de que se use como símbolo de resistencia confirma que esos peligros no eran hipotéticos, sino vigentes.

Lo que persiste más allá del castigo

La historia de Offred no termina. La novela se cierra con un epílogo en clave académica, donde investigadores del futuro analizan su relato como si fuera un documento. Ese gesto irónico pone en duda todo lo anterior. Pero también revela algo más: incluso cuando el cuerpo fue funcionalizado, incluso cuando el lenguaje fue vaciado, algo queda.

Ese algo no es esperanza. Ni promesa. Es una voz que se niega a desaparecer por completo. Aunque no haya oído que escuche, aunque no haya nadie que traduzca del todo, hay una narración que insiste.


Mepol (Martín Enrique Pelozo)
Mepol

Responsable de Universo Literario. Dibujante ilustrador y analista SEO argentino.

Amante del género fantástico y la ciencia ficción en sus distintas representaciones: cine, literatura, arte, entre otros. Soy el responsable de este proyecto. Tanto de su diseño, como de evaluar el contenido que se publica. He compartido diversos artículos en la web, como biografías y algunas reseñas; pero mi principal proyecto es la sección Inksword, donde comparto una mirada personal sobre la historia del arte de ilustrar y su relación con la literatura y otras artes.