No hay silencio sin antes una voz. En El cuento de la criada, Margaret Atwood no imagina un futuro, sino una reorganización violenta del presente. Todo lo que Gilead impone (sus jerarquías, sus rituales, sus castigos), está compuesto con materiales reconocibles pero el efecto más inquietante no es esa familiaridad. Es que una vez que el lenguaje y el cuerpo han sido capturados por el sistema, recordar quién se era deja de ser posible. O deja de tener sentido.
El cuento de la criada y el cuerpo como territorio político
